Historia de Januca I:
Heliodoros
La calma no se prolongó demasiado en la tierra
de Iehudá. Al morir Alejandro Magno las nubes negras cubrieron el
cielo de Jerusalén. Su grandísimo imperio fue dividido entre sus
tres jefes del ejército: Antigonos, Talmai y Seleucus. La Tierra de
Israel quedó en posesión de Talmai el griego, rey de Egipto. Era un
gran amante de la cultura griega, razón por la cual estableció
ciudades griegas en Israel y sus alrededores. De este modo la
cultura griega comenzó a influir en los judios de Israel.
Innumerables jóvenes hebreos, carentes de formación, abandonaron el
camino de la Torá y las mitzvot, y comenzaron a imitar a los
griegos. Quienes se apartaron de la senda de la Torá recibieron el
nombre de helenistas, y los sabios de Israel indicaron alejarse de
estos hombres y evitar sus influencias. Tras cien años de
gobierno de la descendencia de Talmai, Antiojos, de la Casa de
Selecus, conquistó la Tierra de Israel. Los gobernadores sirios de
la Casa de Selecus también eran griegos, e hicieron todo lo posible
por implantar su cultura en los paises conquistados. Los
helenistas, buscadores de poder y la fortuna, comenzaron a viajar a
Antioquia, capital de los reyes de la Casa de Selecus y eran
recibidos atentamente por el rey. Antiokos precisaba de una gran
cantidad de dinero a fin de afrontar sus batallas y todo el que le
prometía grandes sumas recibía los favores del monarca.
¿Qué hicieron los helenistas, malvados de Israel? Se
presentaron ante Antiokos y le dijeron: "Los depósitos del Beit
Hamikdash en Jerusalén están repletos de plata, oro y piedras
preciosas. Es conveniente que el rey tome estos tesoros". Al
escuchar tal descubrimiento el rey se alegró sobremanera. Les dijo:
"Ciertamente, enviaré a Heliodorus a Jerusalén para tomar toda la
plata y el oro del Templo". El rey envió a Heliodorus acompañado
de soldados del rey para que tomaran los tesoros para el
reino. Por aquellos días Jonio, el hijo de Shimón
Hatzadik, servía como Gran Sacerdote en el Templo de
Jerusalén. Al escuchar Jonio que Heliodorus se encaminaba a
Jerusalén, se anticipó a recibirlo con bendiciones de paz. "Ha
sido comunicado al rey que el tesoro de vuestro Templo está colmado
de utensilios de plata, oro y piedras preciosas. El rey me ha
enviado a tomarlos". Temió Jonio al escuchar estas palabras, y
sin mas dijo al enviado del rey: "Un falso comentario ha llegado
a oídos del rey. El tesoro del Templo no cuenta sino con muy poca
plata depositada para las viudas y los huérfanos. Ahora, ¿acaso has
de tomar lo que no te pertenece? ¡Cuidate de tales bajos
actos!" Heliodorus estalló en una carcajada delante del Gran
Sacerdote: "Se trata de la orden del rey, y ¿quién eres tú para
impedirmelo? Ahora he de colocar guardianes alrededor del tesoro y
descansaré del largo viaje. Mañana al amanecer, vendré al Templo
para tomar la plata y el oro". Así determinó Heliodorus y regresó
a su campamento asentado en la entrada de Jerusalén. Mas Jonio,
el Gran Sacerdote, no regresó a su hogar. Reunió a sus hermanos, los
sacerdotes, y les relató la desgracia que estaba a punto de
suceder. Inmediatamente los sacerdotes convocaron al pueblo, a
pequeños y grandes, y les ordenaron un dia de plegaria y ayuno. El
pueblo, al escuchar los actos de Heliodorus, colocó ceniza sobre sus
cabezas y se dirigieron a Hashem rogando amargamente: "Di-s de
Israel, por favor, apiádate de Tu pueblo, de Jerusalén, y de tu
Templo. No permitas al enemigo impurificar y violar Tu
Santuario". Jonio, el Gran Sacerdote, vestido con ropaje de
duelo, también se encontraba junto al resto de los sacerdotes,
llorando y clamando al Creador. Al observar al Gran Sacerdote que
lloraba, el pueblo no pudo contener su amargura y con lágrimas en
los ojos elevaron sus ruegos. A la mañana siguiente Heliodorus y
su ejército subieron hasta el Monte del Templo con la intención de
ingresar en él. Mas cuando dieron un paso en la entrada del Beit
Harnikdash sonó una voz terrible y ensordecedora: los cielos
parecian romperse sobre sus cabezas. Los hombres de Heliodorus,
presas del pánico, escaparon con sus últimas fuerzas. Solo
Heliodorus permaneció en el Templo. Pálido y tembloroso quedó
anclado sin capacidad de movimiento. Parecia como plantado en la
tierra. Observó a su alrededor y he aquí que una visión lo
paralizó. Desde un extremo del salón se aproximaba un caballo
espléndido portando a un anciano vestido con ropaje de oro adornado
con piedras preciosas. El caballo y su jinete se aproximaban a
Heliodorus. Pretendió escapar, mas sus piernas no le respondieron.
El animal elevó sus patas y golpeó a Heliodorus hasta arrojarlo en
tierra. Entonces el jinete ordenó a dos jóvenes que repentinamente
aparecieron en el lugar: "Castiguen al hombre que quiso ingresar al
Heijal de Hashem'. Los jóvenes propinaron a Heliodorus una
tremenda golpiza, su cuerpo entero quedó lastimado, casi dejándolo
sin aliento. Entonces lo abandonaron y desaparecieron, como si la
misma tierra los hubiera tragado.
Al llegar los sacerdotes al Templo, encontraron a Heliodorus
tendido en el suelo, sangrando. Lo llevaron hasta su carpa. Cuando
sus oficiales lo vieron en semejante estado de gravedad, supieron
que el final estaba cerca. Debían pedir la ayuda de los judíos. Los
capitanes del ejército se dirigieron inmediatamente a Jonio, el Gran
Sacerdote, y le rogaron diciendo: "Por favor, Hombre de Di-s, reza
por Heliorodus, y por todos sus sirvientes. No lo dejen monr. Ahora
sabemos que no hay como El en el cielo ni en la tierra". Jonio
los atendió y comprendió que sus palabras provenían ciertamente de
sus corazones, que realmente lamentaban su anterior proceder. Jonio
rezó por ellos y por Heliodorus, y Hashem lo curó
completamente. Entonces, Heliodorus se levantó y visitó a Jonio,
se arrodilló frente a él, y bendijo a Hashem, Di-s de Israel. El y
sus soldados retornaron a Antioquia, mas no sin entregar plata y oro
para el Beit Hamikdash. Desde aquel día en adelante, hasta
el fin de los días del reinado de Antiojus III, ningún otro griego
osó dañar el sagrado Beit
Hamikdash. |